Era como un caballo salvaje. Nadie podía domarla. Nadie podía poseerla. No tenía dueño.
Totalmente inasible.
Sumamente volátil.
Casi fugaz.
Un momento estaba acá, al otro ya no estaba.
Cada vez que yo pasaba por ahí la veía sarandearse de un lado a otro, como burlándose de todos.
Y por más que me estirara, no la alcanzaba nunca. No había caso. Nunca iba a ser mía, ni de nadie.
El mozo se acercó con el café en su bandeja plateada y, mientras lo servía en la mesa, le preguntó al hombre que hablaba solo:
-¿Mal de amores, amigo?