Eran las 3 de la mañana y Franco no podía dormir. "Ya no es como cuando era pibe", pensó, refiriéndose a las épocas en que el sonido de la lluvia en su ventana ejercía de somnífero. Se levantó y puso la pava para hacerse unos mates.
Llovía de a ratos, de a ratos paraba. Se le cruzó por la cabeza que fuera eso, lo ciclotímico de la lluvia, lo que no lo dejaba conciliar el sueño. Por desgracia, no fue lo único que se le cruzó por la cabeza: la mujer de los ojos color mediodía aparecía tan esporádica como la lluvia que limpiaba las calles.
"Camila", dijo en voz alta. Lo repitió algunas veces más, a modo de recordarla. O recordar olvidarla. El agua para el mate ya estaba lista, y Franco había olvidado preparar la yerba, así que corrió la pava del fuego y comenzó su ritual, agitando el mate boca abajo y formando el hueco para verter el agua, como hacía siempre, religiosamente.
Cebó un mate. Cebó dos. Tres. Camila. Ocho. Camila. "No hay más agua". Llenó la pava otra vez y la puso al fuego. Las agujas del reloj lo dividían verticalmente. "En una hora me tendría que estar levantando", se dijo. Terminando el último mate, soltó una risa muy tenue, como de resignación. Afuera empezaba a llover una vez más, pero ya iba a parar.